Cuento de Navidad: El poder mágico de un médico frustrado
Confieso que la primera vez que sentí conmiseración hacia mí mismo ocurrió cuando el mundo se me ofrecía como un abanico desplegado, cuyas varillas eran sendas de futuro transitable y posible. Entonces me pregunté por qué no estudiar medicina, pero esa posibilidad duró tan sólo un instante porque: “¡Calamidad! ¿Tú estudiar medicina? ¿Tú, médico? ¿Sabes lo que dices y a lo que te expones?”, me respondí ruborizado. Al momento pensé en la rítmica circulación de la sangre por todo mi cuerpo y en su mantenida velocidad; en el rítmico bombeo del corazón, en sus sonoros latidos, que también guardan su ritmo aunque muchas veces pretendan romper la capacidad torácica por razones del bien y del mal, alegres o desagradables, y en el golpear rítmico, visible y palpable del centro de las muñecas y de las sienes… Y en algunas noches de insomnio en que me diera por pensar en la sístole y la diástole o en la laboriosa tarea del hígado fabricando triglicéridos, almacenando vitaminas y velando, también, contra la cirrosis…
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